“Aprendiendo a Ser Yo” de Greg Egan

Aprovechando que el autor ganó el sábado pasado los Premios Asimov’s del Nebula con su novelette Dark Integers, y que es día festivo, les presento un extracto de Aprendiendo a ser yo, uno de nuestros cuentos favoritos de Greg Egan. Raúl Gonzálvez del Grupo AJEC nos permitió promocionar esta historia, que pertenece a la antología Axiomático.

Axiomático se puede adquirir en España en la mayoría de las librerías, y también por internet en Casa del Libro Y FNAC. En latinoamérica aún seguimos esperando su distribución.

APRENDIENDO A SER YO
Greg Egan

Imagen de StockTenía seis años cuando mis padres me contaron que había una pequeña joya oscura dentro de mi cráneo, aprendiendo a ser yo.
Arañas microscópicas habían tejido una finísima red dorada por todo mi cerebro, de forma que el entrenador de la joya pudiese escuchar los susurros de mis pensamientos. La joya en sí fisgoneaba en mis sentidos y leía los mensajes químicos que portaba mi flujo sanguíneo; veía, oía, olía, gustaba y sentía el mundo exactamente igual que yo, mientras el entrenador examinaba los pensamientos de la joya y los comparaba con los míos. Cuando los pensamientos de la joya eran incorrectos, el entrenador -a mayor velocidad que el pensamiento- rehacía ligeramente la joya, alterándola por aquí y por allá, buscando los cambios que corrigiesen sus pensamientos.
¿Por qué? De forma que cuando yo ya no pudiese ser yo, la joya pudiese hacerlo por mí.
Pensé: si oírlo me hace sentir extraño y mareado, ¿cómo se sentirá la joya? Exactamente de la misma forma, razoné; no sabe que es la joya, y también se pregunta cómo se sentirá la joya, razonando también: “Exactamente de la misma forma; no sabe que es la joya, y también se pregunta cómo se sentirá…”
Y también se pregunta…
(Lo sé, porque yo me lo pregunté).
…también se pregunta si es mi yo real, o si de hecho es simplemente la joya aprendiendo a ser yo.

A mis desdeñosos doce años, me hubiese reído de esas preocupaciones infantiles. Todos llevaban la joya, excepto los miembros de minúsculas sectas religiosas, y reflexionar sobre la rareza de la situación me resultaba insoportablemente pretencioso. La joya era la joya, un hecho corriente de la vida, tan normal como los excrementos. Mis amigos y yo contábamos chistes malos sobre la joya, de la misma forma que contábamos chistes malos sobre el sexo, para demostrarnos mutuamente lo cómodos que nos sentíamos con la idea.
Pero no nos sentíamos tan adultos e imperturbables como fingíamos. Un día en el que estábamos ganduleando en el parque, sin ningún plan en particular, un miembro de nuestra pandilla -cuyo nombre he olvidado, pero al que recuerdo como demasiado listo para su propio bien- nos preguntó a cada uno:
—¿Quién eres? ¿La joya o el humano?
Cuando el último hubo respondido, lanzó una risotada y dijo:
—Bien, yo no lo soy. Soy la joya. Así que podéis lamerme el culo, perdedores, porque todos vosotros vais a iros por el retrete cósmico… pero yo, yo voy a vivir para siempre.
Le pegamos hasta que sangró.

Para cuando cumplí los catorce años, a pesar -o quizá por eso- de que la joya apenas se mencionaba en el aburrido temario de mi máquina de enseñanza, había pensado bastante más en el tema. La respuesta pedantemente correcta a la pregunta “¿Eres la joya o el humano?” tenía que ser “El humano”, porque sólo el cerebro humano era físicamente capaz de responder. La joya recibía las entradas de los sentidos, pero no poseía control del cuerpo, y su respuesta intencional coincidía con lo que efectivamente se decía, sólo porque el dispositivo era una imitación perfecta del cerebro. Decirle al mundo exterior “Soy la joya” -hablando, escribiendo o por cualquier otro método que hiciese uso del cuerpo- era claramente falso (aunque este razonamiento no descartaba pensarlo para uno mismo).
Sin embargo, en un sentido más amplio, decidí que la pregunta simplemente era equivocada. Mientras la joya y el cerebro humano compartiesen las mismas entradas sensoriales, y mientras el entrenador mantuviese los pensamientos perfectamente sincronizados, sólo había una persona, una identidad, una consciencia. Esta persona única simplemente resultaba poseer la propiedad (muy deseable) de que si la joya o el cerebro humano eran destruidos, él o ella sobreviviría sin problemas. La gente siempre había tenido dos pulmones y dos riñones, y durante casi un siglo, muchos habían vivido con dos corazones. Esto era lo mismo: una cuestión de redundancia, una cuestión de robustez, no más.
Ese fue el año en que mis padres decidieron que yo era lo suficientemente maduro como para contarme que los dos habían realizado el cambio tres años antes. Fingí tomármelo con calma, pero les odié apasionadamente por no habérmelo contado en su momento. Habían ocultado la estancia en el hospital con mentiras sobre viajes de negocios al extranjero. Durante tres años había estado viviendo con cabezas-de-joya, y ni siquiera me lo habían dicho. Era exactamente lo que yo hubiese esperado de ellos.
—No te parecimos diferentes, ¿no? —me preguntó mi madre.
—No —dije, con sinceridad, pero igualmente hirviendo de resentimiento.
—Es por eso que no te lo contamos —dijo mi padre—. Si hubieses sabido que habíamos cambiado, podrías haber imaginado que habíamos cambiado en algo. Como hemos esperado hasta ahora para contártelo, te lo hemos dejado más fácil para convencerte de que somos los mismos de siempre —me paso un brazo por encima y me apretó. Yo casi grité “¡No me toques!”, pero recordé a tiempo que me había convencido a mí mismo de que la joya no era Nada Importante.
Debería haber supuesto que lo habían hecho, mucho antes de que me lo confesasen; después de todo, desde hacía años sabía que la mayoría de la gente cambiaba al cumplir los treinta. Para entonces, el cerebro orgánico va cuesta abajo, y sería una estupidez hacer que la joya imitase ese declive. Por tanto, rehacen el sistema nervioso; pasan las riendas del cuerpo a la joya y se desactiva al entrenador. Durante una semana, los impulsos de salida del cerebro se comparan con los de la joya, pero a esas alturas la joya es una copia perfecta, y jamás se detectan diferencias.
Se retira el cerebro, se elimina, y se le reemplaza con un tejido esponjoso, con forma de cerebro hasta el nivel de los capilares más pequeños, pero tan incapaz de pensar como un pulmón o un riñón. Ese cerebro de pega retira de la sangre exactamente la misma cantidad de oxígeno y glucosa que el cerebro real, y realiza con fidelidad cierto conjunto de funciones bioquímicas toscas y esenciales. Con el tiempo, al igual que la carne, perecerá y será preciso reemplazarlo.
La joya, sin embargo, es inmortal. A menos que caiga en una explosión nuclear, sobrevivirá durante mil millones de años.
Mis padres eran máquinas. Mis padres eran dioses. No eran nada especial. Les odiaba.

Me enamoré a los dieciséis años, y volví a convertirme en un niño.
Al pasar noches cálidas en la playa con Eva, apenas podía creer que una simple máquina pudiese sentirse como me sentía yo. Sabía perfectamente bien que si mi joya hubiese tenido el control del cuerpo, hubiese pronunciado las mismas palabras que yo, y hubiese ejecutado con igual cariño y dificultad las mismas caricias torpes que yo, pero no podía aceptar que su vida interior fuese tan rica, tan milagrosa, tan deliciosa como la mía. El sexo, aunque agradable, lo podía aceptar como una función puramente mecánica, pero había algo entre nosotros (o eso creía) que no tenía ninguna relación con la lujuria, nada que ver con las palabras, nada que ver con ninguna acción tangible de nuestros cuerpos que un espía entre las dunas, armado con binoculares infrarrojos y micrófonos parabólicos, pudiese discernir. Después de hacer el amor, contemplábamos en silencio el puñado de estrellas visibles, nuestras almas unidas en un lugar secreto que ningún ordenador cristalino podría alcanzar ni aunque lo intentase durante mil millones de años. (Si le hubiese dicho semejante cosa a mi sensible y obsceno yo de doce años, éste se hubiese reído hasta sufrir una hemorragia.)
Para entonces sabía que el “entrenador” de la joya no vigilaba todas las neuronas de mi cerebro. No hubiese sido práctico, tanto en términos de manejo de datos, y tampoco por la intrusión física en los tejidos. Uno de esos teoremas decía que la muestra de ciertas neuronas críticas era casi tan válida como una muestra total, y -dadas algunas suposiciones muy razonables que nadie podía demostrar falsas- se podían establecer límites de error con rigor matemático.
Al principio, declaré que dentro de esos errores, por pequeños que fuesen, se encontraba la diferencia entre el cerebro y la joya, entre el humano y la máquina, entre el amor y su imitación. Eva, sin embargo, me señaló muy pronto que era absurdo realizar una distinción radical y cualitativa en base a la densidad de muestreo; si el siguiente modelo de entrenador muestreaba más neuronas y reducía a la mitad la tasa de error, ¿la joya estaría entonces a “medio camino” entre “humano” y “máquina”? En teoría -y finalmente en la práctica- la tasa de error se podía reducir por debajo de cualquier valor, por pequeño que fuese, que yo pudiese establecer. ¿Creía realmente que la discrepancia de uno entre mil millones era tan importante… cuando todos los seres humanos perdían permanentemente miles de neuronas todos los días por atrición natural?
Evidentemente, ella tenía razón, pero pronto encontré otra defensa, más plausible, para mi posición. Las neuronas vivas, argumentaba, poseían mucha más estructura interna que los toscos conmutadores ópticos que ejecutaban la misma función en la llamada “red neuronal” de la joya. Que la neurona se disparase o no sólo reflejaba un nivel de sus comportamientos; ¿quién sabía lo que las sutilezas de la bioquímica -la mecánica cuántica de las moléculas orgánicas específicas que intervenían- contribuían a la naturaleza de la consciencia humana? Copiar la topología neuronal abstracta no era suficiente. Cierto, la joya podía pasar el fatuo test de Turing -ningún observador externo podía distinguirla de un humano- pero eso no demostraba que ser una joya se sintiese igual que ser humano.
Eva me preguntó:
—¿Significa eso que jamás cambiarás? ¿Harás que retiren la joya? ¿Te dejarás morir cuando tu cerebro empiece a pudrirse?
—Quizá —dije—. Mejor morir a los noventa o a los cien que matarme a los treinta y dejar que una máquina vaya por ahí, ocupando mi lugar, fingiendo ser yo.
—¿Cómo sabes que yo no he cambiado? —preguntó, provocadora—. ¿Cómo sabes que no estoy simplemente “fingiendo ser yo”?
—Se que no has cambiado —dije, con suficiencia—. Simplemente lo sé.
—¿Cómo? Tendría el mismo aspecto. Hablaría de la misma forma. Actuaría de la misma forma en toda ocasión. Hoy en día la gente cambia cada vez más joven. ¿Cómo sabes que no he cambiado?
Me volví hacia ella y la miré a los ojos.
—Telepatía. Magia. La comunión de las almas.
Mi yo de doce años empezó a mofarse, pero para entonces ya sabía cómo alejarle.

A los diecinueve, a pesar de estar estudiando económicas, me matriculé en un curso de filosofía. Pero aparentemente el departamento de filosofía no tenía nada que decir sobre el Dispositivo Ndoli, conocido habitualmente como “la joya”. (Ndoli en realidad lo había llamado “el dual”, pero el mote accidental y homofónico había ganado.) Hablaban de Platón, Descartes y Marx, hablaban de San Agustín y -cuando se sentían especialmente modernos y atrevidos- de Sartre, pero si habían oído hablar de Gödel, Turing, Hamsun o Kim, se negaban a admitirlo. Por pura frustración, en un ensayo sobre Descartes, propuse que la idea de que la consciencia humana era un “software” que podía “implementarse” igual de bien sobre un cerebro orgánico o sobre un cristal óptico era en realidad un retroceso al dualismo cartesiano: escribiendo “software” en lugar de “alma”. Mi tutor superpuso una línea roja, perfecta, diagonal y luminosa sobre cada párrafo que trataba de esa idea, y escribió en el margen (con letras Times verticales, en negrita y de veinte puntos, con un parpadeo desdeñoso de dos hercios): ¡IRRELEVANTE!
Dejé la filosofía y me matriculé en una unidad sobre ingeniería de cristales ópticos para no especialistas. Aprendí mucha mecánica cuántica de estado sólido. Aprendí mucha matemática fascinante. Aprendí que una red neuronal es un dispositivo empleado exclusivamente para resolver problemas que son demasiado difíciles para comprender. Una red neuronal lo suficientemente flexible se puede configurar por retroalimentación para imitar casi cualquier sistema -para producir el mismo patrón de salidas dado el mismo patrón de entrada- pero lograrlo no arroja ninguna luz sobre la naturaleza del sistema que se emula.
—La comprensión —nos dijo el profesor— es un concepto sobrevalorado. Nadie comprende realmente cómo un óvulo fertilizado se convierte en un humano. ¿Qué deberíamos hacer? ¿Dejar de tener hijos hasta que la ontogénesis se pueda describir por medio de un conjunto de ecuaciones diferenciales?
Debía admitir que tenía parte de razón.
Para entonces tenía claro que nadie disponía de la respuesta que ansiaba, y que era muy improbable que yo diese con ella; mis capacidades intelectuales eran, como mucho, mediocres. Se reducía a una simple elección: podía malgastar el tiempo preocupándome de los misterios de la consciencia, o, como todos los demás, podía dejar de preocuparme y seguir con mi vida.

Cuando me casé con Daphne a los veintitrés, Eva era un recuerdo lejano, y también lo eran mis ideas sobre la comunión de las almas. Daphne tenía treinta y un años, era ejecutiva de un banco mercantil que me había contratado durante mi doctorado, y todos estaban de acuerdo en que el matrimonio beneficiaría a mi carrera. Nunca tuve claro qué sacaba ella. Quizá yo le gustase de verdad. Teníamos una vida sexual agradable, y nos confortábamos el uno al otro en momentos de tristeza, de la forma en que cualquier persona de buen corazón confortaría a un animal asustado.
Daphne no había cambiado. Lo retrasaba mes tras mes, inventando excusas cada vez más ridículas, y yo la chinchaba como si jamás hubiese tenido reparos propios.
—Tengo miedo —me confesó una noche—. ¿Y si yo muero cuando lo haga… si todo lo que queda es un robot, una marioneta, una cosa? No quiero morir.
Esas palabras me hacían sentir incómodo, pero oculté mis sentimientos.
—Supongamos que sufres un derrame —dije con labia— que destruye una pequeña porción de tu cerebro. Supongamos que los médicos implantan una máquina para realizar las funciones que ejecutaba la región dañada. ¿Seguirías siendo “tú misma”?
—Claro.
—¿Y si lo hiciesen dos veces, o diez veces, o mil veces…?
—No, necesariamente.
—¿Oh? Entonces, ¿en qué porcentaje mágico dejarías de ser “tú”?
Me miró con furia.
—Todos los viejos argumentos, tan cliché…
—Dime en que fallan, si son tan viejos y tan cliché.
Empezó a llorar.
—No tengo que hacerlo. ¡Que te den! ¡Estoy muerta de miedo y a ti no te importa una mierda!
La cogí entre mis brazos.
—Tranquila. Lo siento. Pero todo el mundo lo hace, tarde o temprano. No debes tener miedo. Estoy aquí. Te quiero; esas palabras podrían haber sido una grabación, activada automáticamente al ver sus lágrimas.
—¿Lo harás? ¿Conmigo?
Me quedé helado.
—¿Qué?
—¿Pasar por la operación, el mismo día? ¿Cambiar cuando cambie yo?
Muchas parejas lo hacían. Como mis padres. En ocasiones, sin duda, era una cuestión de amor, entrega, compartir la experiencia. A veces, estoy seguro, era más una cuestión de que ninguno de los dos deseaba ser una persona no cambiada viviendo con un cabeza-de-joya.
Permanecí en silencio durante un rato, luego dije:
—Claro.
En los meses siguientes, todos los temores de Daphne -que yo había llamado “infantiles” y “supersticiosos”- comenzaron a cobrar sentido con rapidez, y mis propios argumentos “racionales” me resultaban abstractos y hueros. Me eché atrás en el último minuto; rechacé la anestesia y huí del hospital.
Daphne siguió adelante, sin saber que la había abandonado.
No la volví a ver jamás. No podía enfrentarme a ella; renuncié al trabajo y abandoné la ciudad durante un año, asqueado por mi cobardía y mi traición, pero al mismo tiempo eufórico por haber escapado.
Ella me demandó, pero retiró la demanda unos días después, y acepto, a través de sus abogados, un divorcio sin complicaciones. Antes de que el divorcio se hubiese completado, me mandó una breve carta:

Después de todo, no había nada que temer. Soy exactamente la misma persona de siempre. Retrasarlo era una tontería; ahora que he dado el salto de fe, no podría sentirme más tranquila.
Tu amante esposa robótica
Daphne

Para cuando cumplí los veintiocho, casi todos mis conocidos se habían cambiado. Todos mis amigos de la universidad lo habían hecho. Los colegas en mi nuevo trabajo, con sólo veintiún años, lo habían hecho. Eva, supe a través del amigo de un amigo, lo había hecho seis años atrás.
Cuanto más lo retrasaba, más difícil resultaba tomar la decisión. Podía hablar con un millar de personas que habían cambiado, podía interrogar a mis amigos más íntimos durante horas sobre sus recuerdos de infancia y sus pensamientos más recónditos, pero por convincentes que fuesen sus palabras, sabía que el Dispositivo Ndoli había pasado décadas enterrado en sus cabezas, aprendiendo a imitar exactamente ese comportamiento.
Evidentemente, siempre había admitido que era igualmente imposible estar seguro de que otra persona no cambiada tuviese una vida interior similar a la mía, pero no me parecía irrazonable dar el beneficio de la duda a personas cuyos cráneos no los habían vaciado con una cuchara.

Traducción: Pedro Jorge Romero
Editorial: Grupo AJEC


hay un comentario para ““Aprendiendo a Ser Yo” de Greg Egan”

  1. The Artificial Conscience » Lugares comunes. 2: El hombre-máquina on enero 12, 2009 8:46 pm

    […] dejo miles (por ejemplo, Greg Egan y su “joya” (“Aprendiendo a ser yo”, 1995), aunque este caso es un poco distinto…), sobre todo en el campo del cine (con Tetsuo […]

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HERNÁN ORTIZ. Co-fundador de encuentro Fractal y Proyecto Líquido. Trabajo con historias. E-mail: hernan (arroba) proyectoliquido.net
Twitter: @hernanpl

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