“Engoogleados” por Cory Doctorow (el día en que Google se volvió malo)
Cuento bajo licencia Creative Commons (by-nc-sa v.3.0) por Cory Doctorow 2007
Traducción: Marisol y Felixe
Modificación de la traducción: Hernán Ortiz y Viviana Trujillo
Versión original (en inglés): Scroogled
Presentado en Descarga Fractal #3
”Dame seis líneas escritas por el hombre más honorable y encontraré una excusa para colgarlo” — Cardenal Richelieu
”No sabemos suficiente de ti” — Eric Schmidt, CEO de Google
Greg aterrizó en el aeropuerto internacional de San Francisco a las 8 PM, pero para cuando llegó al final de la fila de la aduana ya había pasado la media noche. Salió de primera clase, bronceado, sin afeitar y con las extremidades ágiles después de pasar un mes en la playa de Cabo (buceando tres días a la semana, seduciendo universitarias francesas el resto del tiempo). Cuando dejó la ciudad un mes atrás, había sido un desastre encorvado y panzón. Ahora era un dios de bronce, captando miradas de admiración de las azafatas junto a la cabina.
Después de cuatro horas en la fila de la aduana, había bajado de dios a mortal. Su ligera excitación había desaparecido, el sudor le corría por la espalda, y sus hombros y cuello estaban tan tensos que sentía la espalda como una raqueta de tenis. Hacía rato que se le había descargado el iPod, y esto lo dejaba sin nada que hacer excepto escuchar la conversación de la pareja frente a él.
“Las maravillas de la tecnología moderna”, dijo la mujer, encogiéndose de hombros al ver un letrero cercano: Migración — Tecnología Google.
“¿Eso no iba a empezar el próximo mes?”, el hombre se quitaba y se ponía alternadamente un enorme sombrero.
Googleando en la frontera. Dios. Greg se había retirado de Google seis meses antes, vendiendo sus acciones y tomándose “un tiempo para él” — lo que resultó ser menos gratificante de lo que creía. Lo que más hizo durante los cinco meses siguientes fue arreglar las PC’s de sus amigos, ver TV durante el día y subir 5 kilos de peso, los cuales adjudicaba a estar en casa en vez de estar en el impecable gimnasio 24 horas del Googleplex.
Debió haberlo sospechado, claro. El gobierno de los EEUU había despilfarrado 15 mil millones de dólares en un programa para tomar las huellas digitales y fotografiar a todos los visitantes que entraban por la frontera, y no habían capturado un solo terrorista. Claramente el sector público no estaba equipado para Hacer Bien la Búsqueda.
El oficial del Departamento de Seguridad Nacional tenía bolsas en los ojos y los entrecerraba para leer su monitor, aporreando el teclado con dedos de salchicha. Con razón se estaba tardando 4 horas para salir del jodido aeropuerto.
“Buenas noches” dijo Greg, dándole su pasaporte sudado. El agente gruñó, lo pasó por el lector y observó con detenimiento la pantalla, golpeteando. Mucho. Tenía un poco de comida reseca en la comisura de la boca y sacó la lengua para lamerse.
“¿Qué me dice de junio de 1998?”
Greg levantó la vista de su revista Departures. “¿Perdón?”
“Usted escribió un mensaje en alt.burningman el 17 de junio de 1998 sobre su plan de asistir al festival y preguntó ‘¿de verdad son tan mala idea los hongos?’”
El interrogador del segundo cuarto de inspección era un hombre mayor, tan delgado que parecía haber sido tallado en madera. Sus preguntas fueron más allá de los hongos.
“Hábleme de sus aficiones, ¿le gusta el modelismo de cohetes?”
“¿Qué?”
“Modelismo de cohetes”
“No”, dijo Greg, “no me interesa”. Intuyó por dónde iba la cosa.
El hombre anotó algo, hizo algunos clics. “Mire, pregunto porque veo un fuerte pico en los anuncios de proveedores de cohetes junto a sus resultados de búsqueda y su correo Google”.
Greg sintió un espasmo en su interior. “¿Está revisando mis búsquedas y mi correo?” Él no había tocado un teclado en el último mes pero sabía que lo que ponía en la barra de búsquedas era más revelador que lo que le decía a su psiquiatra.
“Señor, cálmese por favor. No, no estoy viendo sus búsquedas”, dijo el hombre en un quejido burlón. “Eso sería anticonstitucional. Sólo vemos los anuncios que aparecen cuando lee su mail y hace búsquedas. Tengo un folleto explicativo. Se lo daré cuando terminemos con esto”.
“Pero los anuncios no significan nada”, balbuceó Greg. “¡Me llegan anuncios de ringtones de Ann Coulter cada vez que recibo mails de un amigo en Coulter, Iowa!”
El hombre asintió con la cabeza. “Entiendo señor, y es por eso que estamos hablando. ¿Por qué supone que los anuncios de modelismo de cohetes aparecen tan frecuentemente?”
Greg repasó en su memoria. “Okay, haga esto, busque ‘fanáticos del café’”. Él había sido muy activo en el grupo, ayudándoles a construir el sitio para su servicio de suscripción del Café del Mes. La mezcla que iban a lanzar se llamaba Gasolina para Avión. “Gasolina para Avión” y “lanzamiento” — eso seguramente hacía que Google mostrara un par de anuncios de modelismo de cohetes.
Estaban en la recta final cuando el hombre tallado encontró las fotos de Halloween. Estaban en la tercera página de los resultados de búsqueda de ‘Greg Lupinski’.
“Fue una fiesta con el tema de la guerra del golfo”, dijo, “en Castro, el barrio gay”.
“¿Y usted se disfrazó de…?”
“Bombardero suicida”, contestó, apenado. Pronunciar esas palabras lo hicieron retorcerse.
“Venga conmigo, señor Lupinski”, dijo el hombre.
Cuando finalmente lo liberaron ya eran más de las 3 de la mañana. Sus maletas estaban abandonadas junto a la banda transportadora. Las recogió y observó que las habían abierto y cerrado bruscamente. Había ropa asomándose por las orillas.
Cuando llegó a la casa descubrió que todas sus estatuas precolombinas falsas estaban rotas y su camisa mexicana nueva de algodón blanco tenía encima una huella de bota que no podía significar algo bueno. Su ropa ya no olía a México, olía a aeropuerto.
No iba a dormir. No había forma. Tenía que hablar de esto. Sólo había una persona que lo entendería. Afortunadamente ella solía estar despierta a esta hora.
Maya había empezado a trabajar en Google dos años después que Greg. Fue ella quien lo convenció de ir a México luego de vender sus acciones: A cualquier lado, había dicho ella, donde él pudiera reiniciar su existencia.
Maya tenía dos labradores chocolate gigantes y una muy paciente novia llamada Laurie que soportaba todo excepto ser arrastrada en Dolores Park a las 6 de la mañana por 170 kilos de caninos babosos.
Maya sujetó su gas de autodefensa mientras Greg trotaba hacia ella, luego reaccionó y abrió los brazos, soltando las correas y reteniéndolas bajo su tenis. “¿Dónde está el resto de ti? ¡Oye, te ves súper-bien!”
Él también la abrazó, y de repente fue conciente de su olor después de una noche de Googleo invasivo. “Maya”, le dijo, “¿qué sabes de Google y el Departamento de Seguridad Nacional?”.
Ella se tensó inmediatamente él hizo la pregunta. Uno de los perros empezó a chillar. Ella observó a su alrededor y señaló con la cabeza hacia las canchas de tenis. “Ahí arriba en el poste de luz, no voltees”, dijo ella. “Ése es uno de nuestros puntos de acceso del WiFi municipal. Una cámara con buenos ángulos. No la encares cuando hables”.
En el gran esquema de las cosas, no le había costado mucho a Google llenar la ciudad de webcams. Especialmente cuando se comparaba con la habilidad de mostrarle anuncios a la gente basados en el lugar donde estaban sentados. Greg no había puesto mucha atención cuando las cámaras en todos esos puntos de acceso se volvieron públicas — un día hubo una blogtormenta mientras la gente experimentaba con el nuevo juguete que lo veía todo, haciendo zoom en varias zonas frecuentadas por putas; pero después de un tiempo la emoción se extinguió.
Sintiéndose tonto, Greg murmuró, “¿es en serio?”.
“Ven conmigo”, dijo ella, dándole la espalda al poste.
A los perros no les gustó que su paseo terminara tan pronto y mostraron su descontento en la cocina mientras Maya hacía café.
“Negociamos con el Departamento de Seguridad Nacional”, dijo ella, alcanzando la leche. “Acordaron dejar de entrometerse en nuestros registros de búsqueda y nosotros acordamos permitirles ver qué anuncios se les mostraban a los usuarios”.
Greg sintió un malestar. “¿Por qué? No me digas que Yahoo ya lo estaba haciendo…”
“No, no. Bueno, sí. Yahoo lo estaba haciendo. Pero esa no fue la razón por la que Google tomó la decisión. Ya sabes, los republicanos odian a Google. Estamos abrumadoramente registrados como demócratas, así que hacemos lo que podemos para hacer las paces con ellos antes de que nos acaben. Esto no es IIP” — Información para Identificar Personas, el smog tóxico de la era de la información— “son sólo metadatos, sólo es ligeramente maligno”.
“Entonces ¿por qué toda la intriga?”
Maya suspiró y abrazó al labrador que reposaba la cabeza en su rodilla. “Los agentes son como ladillas. Se meten por donde sea. Se aparecen en nuestras reuniones. Es como estar en algún ministerio soviético. Y la acreditación de seguridad — estamos divididos en dos bandos: los limpios y los sospechosos. Todos sabemos quién no está limpio, pero no sabemos por qué. Yo estoy limpia. Es una suerte para mí, ser lesbiana ya no te descalifica. Ninguna persona limpia se dignaría a almorzar con un inlimpiable”.
Greg se sintió muy cansado. “Entonces creo que tuve suerte al salir vivo del aeropuerto. Pude haber terminado ‘desaparecido’ si las cosas hubieran salido mal ¿no?”
Maya lo observó intensamente. Él esperaba una respuesta.
“¿Qué?”
“Voy a decirte algo, pero no puedes ni repetirlo, ¿ok?”
“Emm… no estás en un grupo terrorista, ¿cierto?”.
“Nada tan simple. La cosa es ésta: El escrutinio aeroportuario del Departamento de Seguridad Nacional funciona como una compuerta. Permite que los agentes refinen sus criterios de búsqueda. Una vez que te separan para una segunda inspección en la aduana, te vuelves una ‘persona de interés’ — y nunca te dejarán en paz. Rastrearán tu cara y tu forma de caminar en las webcams. Leerán tu correo. Monitorearán tus búsquedas”.
“Creí que habías dicho que la corte no lo permitiría…”
“La corte no dejaría que te Googlearan indiscriminadamente, pero una vez que estás en el sistema se vuelve una búsqueda selectiva. Completamente legal. Y una vez que comienzan a Googlearte, siempre encuentran algo. Todos tus datos se van a un gran depósito que busca ‘patrones sospechosos’ utilizando la desviación de las normas estadísticas para encontrarte”.
Greg sintió que iba a vomitar. “¿Cómo carajos sucedió esto? Google era un buen sitio. ‘No ser malos’, ¿cierto?” Ése era el lema corporativo, y para Greg, había sido en gran parte el motivo por el que había llevado su doctorado en ciencia computacional de Stanford directamente hacia Mountain View.
Maya contestó con una gran sonrisa. “¿No ser malos? Vamos Greg, nuestro grupo de cabildeo es el mismo grupo de cripto-fascistas que intentó volcarle el barco a Kerry. Sacamos a relucir nuestra malicia hace mucho tiempo”.
Se quedaron en silencio un minuto.
“Comenzó en China”, dijo ella finalmente. “Cuando movimos hacia allá nuestros servidores entraron bajo la jurisdicción china”.
Greg suspiró. Él conocía muy bien el alcance de Google: Cada vez que visitabas una página con anuncios Google o usabas los mapas de Google o el correo de Google —incluso si enviabas correo a una cuenta de Gmail— la compañía diligentemente guardaba tu información. Recientemente, el software de optimización de búsqueda había empezado a usar los datos para ajustar las búsquedas web a cada individuo. Resultó ser una herramienta revolucionaria para los publicistas. Un gobierno autoritario hubiera tenido otros propósitos en mente.
“Nos estaban usando para construir perfiles de gente”, continuó ella. “Cuando querían arrestar a alguien, acudían a nosotros para encontrar una razón para detenerlo. Difícilmente algo de lo que puedes hacer en la red no es ilegal en China”.
Greg sacudió su cabeza. “¿Por qué tenían que poner los servidores en China?”
“El gobierno dijo que si no lo hacíamos nos bloquearían. Y Yahoo estaba ahí”. Ambos hicieron un gesto. En algún momento los empleados de Google se habían obsesionado con Yahoo, y se preocupaban más por lo que hacía la competencia que por el desempeño de su propia compañía. “Así que lo hicimos. Pero a muchos de nosotros no nos gustó la idea”.
Maya dio un sorbo a su café y bajó la voz. Uno de sus perros husmeaba insistentemente bajo la silla de Greg.
“Casi de inmediato los chinos nos pidieron que empezáramos a censurar los resultados de búsqueda”, dijo Maya. “Google estuvo de acuerdo. La postura de la compañía era para morirse de la risa: ‘No somos malos — ¡estamos dando a los clientes una mejor herramienta de búsqueda! Si les mostráramos resultados a los que no pueden acceder, sólo los frustraríamos. Eso sería una mala experiencia de usuario”.
“¿Ahora qué?” Greg apartó al perro. Maya se ofendió.
“Ahora tú eres una persona de interés, Greg. Estás Googleacosado. Ahora vives tu vida con alguien observándote constantemente por encima del hombro. Conoces su misión, ¿verdad? ‘Organizar toda la información del mundo’. Todo. Dale cinco años y sabremos cuántos mojones había en tu sanitario antes de vaciar. Combina eso con sospechas automáticas de alguien que tiene el patrón estadístico de un chico malo y ya estás–”
“Engoogleado”.
“Completamente”, asintió ella.
Maya se llevó a ambos labradores por el pasillo hacia la habitación. Él escuchó una discusión ahogada con su novia, y ella volvió sola.
“Puedo arreglar esto”, dijo ella en un susurro urgente. “Después de que los chinos comenzaron a acorralar a la gente, mis compañeros y yo hicimos que nuestro proyecto del 20 por ciento fuera joderlos”. (Entre las innovaciones del modelo de negocios de Google, había una regla que requería que cada empleado le dedicara el 20 por ciento de su tiempo a proyectos intelectuales privados.) “Lo llamamos el Googlelimpiador, entra a lo profundo de la base de datos y te normaliza estadísticamente. Tus búsquedas, tus histogramas de Gmail, tus patrones de navegación. Todo de ti. Greg, te puedo Googlelimpiar. Es la única forma”.
“No quiero que te metas en problemas”.
Ella sacudió su cabeza. “Ya estoy condenada. Cada día desde que construí la maldita cosa ha sido tiempo prestado — ahora sólo es cuestión de esperar a que alguien señale mi experiencia e historia al Departamento de Seguridad Nacional y, ay, no sé. Lo que sea que le hacen a la gente como yo en la guerra de los sustantivos abstractos”.
Greg recordó el aeropuerto. La búsqueda. Su camisa, la huella de bota en el centro.
“Hazlo”, dijo.
El Googlelimpiador funcionó de maravilla. Greg lo supo por los anuncios que aparecían junto a sus búsquedas, anuncios claramente dirigidos a alguien más: Datos Sobre Diseño Inteligente, Título de Seminarista en línea, Una Mañana Libre de Terror, Software Para Bloquear Porno, la Agenda Homosexual, Boletos Baratos Para Toby Keith. Éste era el programa de Maya haciendo su labor. Claramente la nueva búsqueda personalizada de Google lo tenía clasificado como alguien completamente diferente, un derechista temeroso de Dios con cierta preferencia por los actos de sombrero.
Lo cual le parecía perfecto.
Entonces entró a su libreta de direcciones y se percató que faltaba la mitad de sus contactos. Su buzón de Gmail estaba hueco, como si lo hubieran atacado las termitas. Su perfil de Orkut normalizado. Su calendario, fotos familiares, marcadores: completamente vacíos. No era tan conciente de cuánto de él había migrado a la web y se había encaminado hacia la torre de servidores de Google — su identidad en línea completa. Maya lo había restregado hasta sacarle brillo; se había vuelto el hombre invisible.
Greg aplastó con sueño las teclas del laptop junto a su cama, prendiendo la pantalla. Entrecerró los ojos para ver el reloj de la barra de herramientas: ¡4:13 AM! Dios, ¿quién puede estar tocando la puerta a esta hora?
Gritó “¡Voy!” con voz apagada y se puso una bata y pantuflas. Caminó arrastrando los pies por el corredor, encendiendo las luces mientras pasaba. Echó un vistazo por la mirilla de la puerta y vio a Maya entristecida.
Quitó las cadenas, abrió la cerradura y jaló la puerta. Maya se apresuró a entrar, los perros y la novia iban detrás.
Estaba empapada en sudor, su pelo usualmente peinado caía en mechones sobre su frente. Se restregó los ojos, los tenía rojos y entrecerrados.
“Empaca una maleta”, dijo con voz ronca.
“¿Qué?”
Ella le agarró los hombros. “Hazlo”, dijo.
“¿A dónde quieres…?”
“México, probablemente. Todavía no lo sé. Maldita sea, empaca”. Cruzó hacia su habitación y comenzó a abrir los cajones.
“Maya”, dijo tajantemente, “no voy a ningún lado hasta que me digas qué está sucediendo”.
Ella se quedó mirándolo y se apartó el pelo de la cara. “El Googlelimpiador vive. Después de limpiarte lo desactivé y me fui. Era muy peligroso seguir usándolo. Pero todavía está activo para enviarme notificaciones por correo cuando alguien lo ejecuta. Alguien lo usó seis veces para limpiar tres cuentas específicas — y resulta que pertenecen a miembros del Comité de Senadores de Comercio que buscan la reelección”.
“¿Los de Google están ensuciando senadores?”
“Google no. Viene de afuera. El bloque de IPs está registrado en Washington. Y todas las IPs son de usuarios de Gmail. Adivina de quién son esas cuentas de Gmail”.
“¿Espiaste cuentas de Gmail?”
“Ok. Sí. Vi su mail. Todo el mundo lo hace de vez en cuando y por razones mucho peores que las mías. Pero mira — resulta que toda esta actividad la está dirigiendo nuestra firma de cabildeo. Sólo hacen su trabajo, defendiendo los intereses de la compañía”.
Greg sintió su pulso latiendo en la sien. “Debemos avisar a alguien”.
“No servirá. Saben todo sobre nosotros. Pueden ver cada búsqueda. Cada correo. Cada vez que aparecemos en las webcams. Quién está en nuestra red social… ¿sabías que si tienes 15 amigos en Orkut es estadísticamente seguro que estés a menos de tres pasos de alguien que haya contribuido con dinero a una causa ‘terrorista’? ¿Recuerdas el aeropuerto? Te espera más de lo mismo”.
“Maya”, dijo Greg, recuperando la cordura. “¿Irse a México no te parece exagerado? Sólo renuncia. Podemos empezar desde cero o algo. Esto es una locura”.
“Vinieron a verme hoy”, dijo ella. “Dos de los oficiales políticos del Departamento de Seguridad Nacional. Tardaron horas. Y me hicieron muchas preguntas pesadas”.
“¿Sobre el Googlelimpiador?”
“Sobre mis amigos y familia. Mi historial de búsquedas. Mi historia personal”.
“Dios mío”.
“Me estaban dando un mensaje. Están observando cada clic y cada búsqueda. Es hora de partir. El momento de quedar fuera de su alcance”.
“Hay una oficina de Google en México, ¿sabes?”.
“Tenemos que irnos”, dijo ella firmemente.
“Laurie, ¿qué piensas de esto?”, preguntó Greg.
Laurie palmeó a los perros entre los omóplatos. “Mis padres dejaron Alemania del Este en 1965. Solían hablarme de la Stasi. La policía secreta ponía toda tu información en tu expediente, si decías un chiste antipatriótico, lo que fuera. Si lo planearon o no, lo que ha creado Google no es diferente”.
“Greg, ¿vienes?”
Observó a los perros y sacudió la cabeza. “Me quedan algunos pesos”, dijo. “Tómenlos. Tengan cuidado, ¿ok?”
Parecía que Maya lo iba a golpear. Calmándose, le dio un abrazo feroz.
“Cuídate tú”, le susurró al oído.
Llegaron por él una semana después. En casa, a media noche, justo como él había imaginado que lo harían.
Pasadas las 2 AM dos hombres llegaron a su puerta. Uno se detuvo junto a la puerta en silencio. El otro era más sonriente, pequeño y arrugado, tenía un saco sport con una mancha en una solapa y una bandera estadounidense en la otra. “Greg Lupinski, tenemos razones para creer que está violando el Acta de Fraude y Abuso Computacional”, dijo como presentación. “Específicamente, al exceder el acceso autorizado y por medio de tal conducta haber obtenido información. Diez años para la primera ofensa. Resulta que lo que usted y su amiga hicieron a sus registros de Google califica como un crimen. Ah, y lo que va a salir durante el juicio… para empezar, será todo lo que ha borrado de su perfil”.
Greg había repetido esta escena en su cabeza durante la semana. Había planeado todo tipo de cosas valientes para decir. Lo mantuvo ocupado mientras esperaba noticias de Maya. Ella nunca llamó.
“Me gustaría contactar a un abogado”, es todo lo que alcanzó a decir.
“Puede hacerlo”, dijo el hombre pequeño. “Pero quizás podamos llegar a un mejor acuerdo”.
Greg encontró su voz. “Quiero ver su placa”, tartamudeó.
La cara de basset-hound del hombre se iluminó mientras dejaba salir una risita perpleja. “Amigo, no soy policía”, replicó. “Soy consultor. Google me contrató —mi firma representa sus intereses en Washington— para establecer relaciones. Claro que no involucraríamos a la policía sin antes haber hablado con usted. Usted es parte de la familia. De hecho, tengo una oferta que me gustaría hacerle”.
Greg se volvió hacia la cafetera y desechó el filtro viejo.
“Le avisaré a los medios”, dijo.
El hombre asintió con la cabeza como si reflexionará sobre el asunto. “Bien, seguro. Puede entrar a la oficina del Chronicle en la mañana y soltar todo. Ellos buscarán una fuente para confirmarlo. No van a encontrarla. Y cuando traten de buscarla, los encontraremos. Así que, amigo, ¿por qué no me escucha hasta el final, bueno? Estoy en el negocio de ganar-ganar. Soy muy bueno en eso”. Hizo una pausa. “Por cierto, estos son granos excelentes, pero ¿no quiere enjuagarlos primero? Quita algo de lo amargo y hace surgir los aceites. A ver, ¿me pasa un colador?”.
Greg observó mientras el hombre se quitaba silenciosamente su chaqueta y la colgaba sobre una silla de la cocina, luego se desabotonó los puños y cuidadosamente se arremangó la camisa, deslizando un reloj digital barato en su bolsillo. Vació los granos del molino en el colador y los enjuagó en el fregadero.
Él era algo robusto y muy pálido, con la gracia social de un ingeniero eléctrico. Parecía un verdadero Googlero, realmente obsesionado con los detalles. También sabía arreglárselas con el molino de café.
“Estamos reclutando un equipo para el Edificio 49…”
“No hay Edificio 49″, dijo Greg automáticamente.
“Claro”, dijo el tipo, mostrando fugazmente una sonrisa tensa. “No hay Edificio 49. Pero estamos armando un equipo para reconstruir el Googlelimpiador. El código de Maya no era muy eficiente, ¿sabe? Lleno de errores. Necesitamos una nueva versión. Usted sería el indicado y si regresa no nos importa lo que ya sabe”.
“Increíble”, dijo Greg, riendo. “Si creen que voy a ayudarlos a embarrar candidatos políticos a cambio de favores, están más locos de lo que pensaba”.
“Greg”, dijo el hombre, “no estamos embarrando a nadie. Sólo limpiaremos un poco algunas cosas. Para algunos elegidos. ¿Sabe a lo que me refiero? El perfil de cualquiera es medio tenebroso si se inspecciona de cerca. Inspección cercana es la orden del día en la política. Ser candidato es como una colonoscopia pública”. Cargó la cafetera y presionó el pistón, su cara deformada en una concentración solemne. Greg cogió dos tazas de café —tazas Google, claro— y las pasó.
“Vamos a hacer con nuestros amigos lo que Maya hizo por usted. Sólo una pequeña limpieza. Lo único que deseamos es proteger su privacidad. Es todo”.
Greg tomó su café. “¿Qué pasa con los candidatos que no limpian?”.
“Sí”, dijo el tipo, mostrando a Greg una débil sonrisa. “Sí, tiene razón. Será algo duro para ellos”. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó varias hojas de papel dobladas. Las alisó y las puso sobre la mesa. “Éste es uno de los tipos buenos que necesita nuestra ayuda”. Era una copia impresa del historial de búsqueda de un candidato a cuya campaña Greg había contribuido en las tres elecciones pasadas.
“El tipo regresa a su hotel después de un día brutal de hacer campaña de puerta en puerta, enciende su laptop y escribe ‘culos sabrosos’ en su barra de búsqueda. Gran cosa, ¿no? Desde nuestro punto de vista, que eso descalifique a un hombre bueno para servir a su país es simplemente no americano”.
Greg asintió lentamente.
“Entonces, ¿ayudará al tipo?” preguntó el hombre.
“Sí”.
“Bien. Hay algo más. Necesitamos su ayuda para encontrar a Maya. Ella no entendió para nada nuestros objetivos y parece que se fugó. Cuando nos escuche no dudo que regresará”.
Volteó a ver el historial de búsqueda del candidato.
“Supongo que regresará”, contestó Greg.
El nuevo congreso se tomó once días hábiles para aprobar la Ley de Aseguramiento y Enumeración de Comunicaciones e Hipertexto de América, la cuál autorizaba al Departamento de Seguridad Nacional y a la Agencia Nacional de Seguridad para subcontratar hasta el 80 por ciento del trabajo de análisis e inteligencia a contratistas privados. En teoría los contratos estaban abiertos a licitación, pero dentro de los confines seguros del Edificio 49 de Google no había duda sobre quién ganaría. Si Google hubiera gastado $15 mil millones en un programa para atrapar maleantes en la frontera, puedes apostar que los habrían atrapado — los gobiernos no están equipados para Hacer Bien La Búsqueda.
La mañana siguiente, Greg se revisó cuidadosamente mientras se afeitaba (a los de seguridad no les gustó la barba de hacker y no tuvieron miedo de decírselo), dándose cuenta que hoy era su primer día como un agente de inteligencia de facto para el gobierno de los Estados Unidos. ¿Qué tan malo podría ser? ¿No era mejor tener a Google haciendo esto que a algún jinete de escritorio con puños de jamón del Departamento de Seguridad Nacional?
Para cuando se había estacionado en el Googleplex, entre los autos híbridos y los atestados racks para bicicletas, ya se había convencido a sí mismo. Estaba meditando sobre qué tipo de smoothie orgánico pedir en el comedor, cuando su tarjeta no abrió la puerta del Edificio 49. El LED rojo parpadeaba estúpidamente cada vez que la deslizaba. En cualquier otro edificio habría gente entrando y saliendo, y hubiera podido colarse. Pero los Googleros en el 49 sólo salían para comer y a veces ni siquiera para eso.
Deslizar, deslizar, deslizar. De repente escuchó una voz a su lado.
“Greg, ¿podemos hablar?”
El hombre arrugado le puso un brazo alrededor de los hombros y Greg olió su loción cítrica. Olía como la que usaba su maestro de buceo en Baja cuando salían a los bares en la noche. Greg no podía recordar su nombre. ¿Juan Carlos? ¿Juan Luis?
El brazo del hombre en sus hombros era firme y lo apartaba de la puerta hacia el césped inmaculado, pasando junto al jardín de hierbas afuera de la cocina. “Le vamos a dar un par de días libres”, dijo.
Greg sintió una punzada repentina de ansiedad. “¿Por qué?” ¿Había hecho algo mal? ¿Iba a ir a la cárcel?
“Es Maya”. El hombre lo giró y lo miró a los ojos con una mirada sin fondo. “Se suicidó. En Guatemala. Lo siento, Greg”.
Greg parecía despegar y ascender hacia un lugar a kilómetros de distancia, una vista Google Earth del Googleplex, donde él volteaba hacia abajo y se veía a sí mismo y al hombre arrugado como un par de puntos, dos pixeles, diminutos e insignificantes. Deseó arrancarse el pelo, caer de rodillas y llorar.
Desde muy lejos se escuchó decir, “No necesito ningún día libre. Estoy bien”.
Desde muy lejos escuchó al hombre arrugado insistir.
La discusión continuó largo rato, luego los dos pixeles entraron al Edificio 49 y la puerta se cerró tras ellos.
opiniones (5)
Engoogleados…
[c&p] " … Greg se había retirado de Google seis meses antes, vendiendo sus acciones y tomándose “un tiempo para él” — lo que resultó ser menos gratificante de lo que creía. Lo que más hizo durante los cinco meses siguientes fue a…
Muy bueno. Encuentro algunos adjetivos raros, pero es una lectura que engancha. Me recordado en parte a JPod, pero más siniestro 🙂
[…] Engoogleados se puede leer aquí. […]
[…] un post propio, hay un cuento de Cory Doctorow que va en la misma línea y merece ser leído: Engoogleados, cuya trama comienza no mucho más allá de donde termina el artículo de Klein. Y la línea que […]
[…] Igualito que con la publicidad en Gmail. Que según se vea, también tiene su lado malo, como relata (ficción, claro) Cory Doctorow en ‘Engoogleados’. Merece la pena leerlo aunque sólo sea para pensar un poco sobre lo que trata y la pérdida de […]