Carta a Kurt Cobain – por Douglas Coupland
Querido Kurt,
Yo estaba en Seattle, Marzo 4, 1994, cuando escuché las noticias – que estabas en Roma – que bebiste demasiada champaña, tomaste demasiados sedantes, Rohypnol, tenías gripa.
Lo que sea. Estabas en coma. Yo una vez viví en Italia en 1984, y recuerdo que los farmaceutas de ahí daban tranquilizantes como si fueran dulces. Así que la noticia sonó creíble.
Representantes de la disquera de David Geffen siguieron transmitiendo la misma historia por las redes de noticias: Kurt Cobain abrió los ojos – Kurt movió la mano en respuesta a su nombre. Pero nadie en Seattle sintió que las noticias eran reales. O uno está en coma o no lo está.
Apócrifos y verdades a medias se rumoreaban por la ciudad. Al final era siempre lo mismo: No, Kurt sigue en coma… creemos. Reuter admitió que los reportes previos sobre tu salida del coma eran incorrectos.
La respuesta reflexiva de todo el mundo era hacer un chiste al respecto, pero al final nosotros no pudimos. De alguna manera creo que hay un disco 33 1/3 dentro de nosotros, y se hubiera sentido como si estuviéramos haciendo scratching con la aguja a su alrededor; desechábamos ironía. En vez de eso hacíamos chistes sobre compañías disqueras y ambulancias italianas y comida de hospital, pero nunca sobre ti. La estación de radio ponía tus canciones una y otra vez, siempre con la misma noticia: no hay noticia.
Alrededor de las 3.00 tuve que conducir desde el centro a lo largo de la interestatal 5 hacia Kent, pasar el Kingdome, donde una vez fui a ver a Paul McCartney y Wings en los años 70. Y sólo cuando la radio puso tu canción “Dumb”, y vi un grupo de árboles de cereza que había sido engañado por una primavera anticipada para florecer, yo empecé a llorar.
Había estado lloviendo en Seattle por semanas.
El día en el que entraste en coma fue el primer día en el que el cielo consideró despejarse. Era uno de esos días que no pueden decidirse. Las nubes de la tormenta empollaron sobre Elliot Bay y Lake Washington, aunque también estaba soleado – o parecía, sobre los campos Boeing y al sur hacia Tacoma. Ese día, el cielo sobre Seattle se convirtió en el corazón de la ciudad – Se sentía como si el cielo intentara decidir si brillar u olvidar.
En Kent, pasé conduciendo un proyecto de hotel fallido, y sus paredes de papel alquitranado se habían desenredado como el vestido de una momia y estaban aleteando en el viento – como un hotel cubierto en vendas; no tenía ventanas. En la mitad de un campo arado vi un rododendro floreciendo. Rosado.
La radio seguía sin noticias. A lo largo de la interestatal 5 los árboles de madroño crujían por el viento, y el lado interior de sus hojas –el lado que toma el oxígeno– destellaba el color de la savia contra el terraplén de la autopista. Y recuerdo cuando era más joven y visitaba Seattle desde Vancouver – mi recuerdo obligado de esa ciudad era el de una autopista a medias que conducía hacia ninguna parte.
Y seguí pensando en algunos de esos campos que había acabado de ver, volviéndose ahora levemente verdes, y cómo esos campos me recuerdan los miedos que tenía cuando estaba más joven – miedos de que algún día la naturaleza decidiera simplemente no despertar. La naturaleza abriría sus ojos, se iría a dormir y nunca regresaría.
Conduje al distrito universitario, donde los estudiantes estaban en una especie de niebla. El tipo de la caja registradora de la tienda de discos no sabía nada. Empecé a ver sólo símbolos que correspondían a la situación: Vi a una mujer joven parada en la esquina con un vestido de flores y botas militares tomando Polaroids a nada; en Denny Way vi a un mensajero en bicicleta, llevando a su lado una bicicleta vacía; de regreso al hotel perdí un par de gafas para el sol de 9 dólares por un hueco en el estuche, y siempre me habían gustado porque hacían que el cielo se viera más azul de lo que en realidad es.
En KIRO-TV, en la emisión de noticias de las 6.30, mostraron la ambulancia llevándote al American Hospital.
Italia.
Tu, este niño de aquí, de la novedad, perdido en la más vieja de las ciudades. Parecía cruel.
Más tarde en esa noche aún no había noticias reales. Pero al menos parecía que hubieras salido de tu coma. Pero luego, emergió un nuevo temor, uno tan malo que no podíamos hablar de él directamente, como si las palabras por si solas le fueran a dar vida a ese temor – el temor de que pudieras salir de tu coma… cerebralmente muerto. Así que en vez de eso, mis amigos y yo hablamos sobre el clima. Tratamos de establecer si el cielo ese día había estado soleado o lluvioso. Por un pelo, nadie podía estar seguro. La noche había caído antes de poder sacar conclusiones, antes de poder estar totalmente seguros de que el sol había ganado.
Tú estabas aparentemente bien al otro día. En el hospital, preguntaste por una malteada de fresa cuando te levantaste. No estabas cerebralmente muerto. O eso parecía. Y el mundo siguió.
Pero también recuerdo haber notado que nunca vi una foto tuya después de ese día, ni siquiera de cuando estabas dejando Europa, dejando el pasado – o una tuya destellando el signo de la paz para la prensa. Entonces ayer escuché que Nirvana había cancelado el Tour de Lollapalooza.
Y me di cuenta que algo pasaba.
Y ahora estás muerto.
Estaba en San Francisco, conduciendo por la 101 al pasar Candlestick Park cuando la noticia llegó por radio, LIVE-105 – la noticia de que te habías disparado a ti mismo.
Unos minutos más tarde estaba en la ciudad, parqueé el carro y traté de averiguar lo que sentía.
Y esto es lo que sentí: Sentí que nunca te pedí que me hicieras preocupar por ti, pero pasó –contra la adulación, contra la desigualdad– y ahora estás en mi imaginación para siempre.
Y supongo que tú también estás en el cielo. ¿Pero cómo, exactamente, te ayuda el saber que tú, también, como se dice, fuiste adorado?
[Autor: Douglas Coupland]
[Fecha: 9 de Abril de 1994]
[Publicado originalmente en el Washington Post – Posteriormente en el libro Polaroids from the Dead]
[Traducción: Hernán Ortiz]
[Foto: samirdiwan, Flickr]
Pa llorar! Para hacerse más fuerte!