En lo alto para siempre (David Foster Wallace, 1962 – 2008)
El obituario de David Foster Wallace que escribí para la Revista Arcadia de este mes.
¿Por qué este escritor, referencia obligada en la literatura norteamericana contemporánea, autor de una de las novelas más arriesgadas e importantes de su generación (La broma infinita, que le hizo merecedor de la prestigiosa beca de “genio” de la Fundación MacArthur), reconocido heredero del talento de Thomas Pynchon, John Barth y Don Delillo, con una sorprendente habilidad para mezclar temas profundos y complejos con las preocupaciones más mundanas de la cultura popular… por qué este prodigioso autor, con un elevado poder de observación, capaz de escribir con igual genialidad sobre gastronomía, política, matemáticas, los horrores de la drogadicción, el tenis de campo, la candidatura de John McCain y el viaje en un crucero vacacional; capaz de sumergirse como un buzo sin oxígeno en la cultura norteamericana para retratar un Estados Unidos obsesionado consigo mismo, obsesionado con el entretenimiento, con la búsqueda de placer, con el consumismo masivo, hasta quedar sin aire para respirar entre párrafos tan densos, tan cargados con notas a pie de página, tan estelares y humorísticos y reveladores que eventualmente logran secuestrar el diálogo interno del lector e invitarlo al peligroso océano de las obsesiones, fobias, manías, y compulsiones de Norteamérica… por qué David Foster Wallace, en el mejor momento de su carrera, decide quitarse la vida? David Foster Wallace decidió colgarse en su habitación, y su cuerpo, encontrado por su esposa, Karen Green, el pasado 12 de septiembre, a diferencia de lo que acostumbraba en sus textos, no incluía una nota al pie de página —una carta de suicidio— que explicara el porqué de esa decisión.
La respuesta podría estar escondida en algún lugar de su obra; tal vez en la colección de relatos Entrevistas breves con hombres repulsivos (cuya adaptación cinematográfica, dirigida por John Krasinski, se estrenará próximamente) que incluye historias como “La persona deprimida”, “La muerte no es el final” y “El suicidio como una especie de regalo”, o en la tristeza que se acumula en las 1.208 páginas de La broma infinita, o en la visión satírica, inteligente y corrosiva de sus encargos periodísticos para revistas como Harper’s, Esquire y Rolling Stone. Tal vez habría que devolverse a finales de los 80 cuando —a pesar de haber publicado una novela (The Broom of The System, que escribió cuando tenía 24 años), algunos cuentos, y, en 1987, haber ganado el Premio Whiting— la vida de Wallace estaba en crisis y tuvo que internarse en un hospital psiquiátrico; época en la que empezó a consumir medicamentos para la depresión que, según dijo su padre en una entrevista reciente, usó durante veinte años y le permitieron ser una persona productiva. Pero luego empezaron los efectos secundarios. El psiquiatra le dijo que dejara los medicamentos y la depresión regresó, y luego ningún tratamiento fue exitoso. Wallace intentó recuperarse por todos los medios, incluso con terapia electroconvulsiva, pero finalmente no lo pudo soportar. La respuesta también podría estar escondida en el discurso que presentó en 2005 a una audiencia de graduandos de la Universidad de Kenyon: “No es para nada casual que los adultos que se suicidan con armas de fuego casi siempre se disparan a sí mismos en la cabeza. Le disparan al terrible maestro. Y la verdad es que la mayoría de estos suicidas ya estaban muertos mucho antes de apretar el gatillo”. Y aunque David Foster Wallace ahorcó al terrible maestro, ese día, en el discurso de Kenyon, el autor se dirigió a la audiencia con unas palabras que demuestran otra verdad de su obra: sus personajes, como él mismo, siempre intentaban conectarse con los demás, siempre buscaban una felicidad que se les escapaba, y aún en medio de situaciones extremas, lograban reencuadrar las inevitables desilusiones de la vida.
Wallace les dijo a los graduandos: “Pueden tener el poder de experimentar una situación lenta, saturada y caliente, un infierno que los consume, no sólo como una situación significativa, sino sagrada, ardiendo con la misma fuerza que creó las estrellas: amor, amistad, la unión mística y muy profunda de todas las cosas”… y con la fuerza espiritual que impulsaba esa idea, Wallace encontró una forma de sanarse; pudo sobrevivir hasta los 46 años escribiendo una combinación entre arte postmoderno y terapia personal, escribiendo lo que su mente incesante le ordenaba, creando personajes que trataban de entender un mundo que su generación —descrita por él mismo como “exitosa, obscenamente bien educada, pero sin ningún propósito”— no entendía, ni entiende ni entenderá, Wallace siendo un esclavo de su genialidad, Wallace con una pañoleta alrededor del pelo largo para que no se le escaparan las ideas, Wallace con una genialidad tímida y fuera de lo común, agorafóbico, incapaz de lidiar con la fama… David Foster Wallace, muerto, para convertirse en un ser que, en la literatura, como el título de uno de sus relatos, permanecerá “En lo alto para siempre”.
[Foto: Suzy Allman, The New York Times]
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